Golpe de estado social
Javier Ortiz
Siempre creí que si alguna vez el ejército español, cuya misión es “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (artículo 8 de la Constitución), se desplegaba dentro del territorio del Estado, sería para defender su sacrosanta unidad territorial. Pero mira por dónde resulta que el gobierno socialista militariza el espacio aéreo y decreta el estado de alarma, por primera vez desde la aprobación de la ley que la regula, con el objetivo de reprimir una contestación laboral. Con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, por supuesto.
Previamente, el gobierno había aprobado un nuevo ajuste que incluye la privatización parcial de Aena y la eliminación del subsidio de 426 euros para los parados de larga duración que han perdido la prestación por desempleo. A lo cual se unió, después de que los controladores superaran el número de horas de trabajo permitidas, una regulación por decreto “que hace desaparecer vacaciones, bajas, permisos, reducciones de jornada por maternidad, etc.” para ampliar aún más las horas de trabajo impuestas por anteriores decretos. La elección del viernes 4 de diciembre para publicar el decretazo, justo antes del puente de la Constitución y del período navideño, no es fortuita. Detrás hay un pulso del ministro de fomento José Blanco a los controladores, cuya plantilla se ha negado a ampliar a la espera de la privatización completa. No sé si confiaba en que no se atreverían a echarse encima a centenares de miles de viajeros con sus familias o si quería provocar un incendio para consagrar luego a Rubalcaba como el bombero presidenciable del reino. Sea como fuere, frente a la insumisión laboral, el gobierno ha impuesto la disciplina militar. En principio, el gobierno prefiere forzar a los controladores a que vuelvan al trabajo a que sean los propios militares los que se encarguen de controlar el tráfico aéreo, opción que no se descarta. Recordemos que en Francia, donde este año los controladores aéreos han llevado a cabo hasta cuatro acciones de huelga (también contra la reforma de las pensiones), no se emplean a los militares como esquiroles desde latragedia aérea de 5 de marzo de 1973, cuando un DC-9 de Iberia que venía de Palma de Mallorca colisionó en Nantes contra un Convai 990 de Spantax procedente de Madrid. La investigación demostró que la causa del accidente se debió a la mala preparación de los militares que habían reemplazado a los controladores.
Conforme se agudiza la crisis económica y el capital europeo pasa a la ofensiva, el Estado se va desnudando sin necesidad de Wikileaks, en un proceso antidemocrático que hasta en las imágenes se asemeja a un auténtico golpe de estado social. Si la semana pasada asistíamos a un significativo consejo de administración, anticipo de nuevos recortes y reformas como la de las pensiones, hoy toca mostrar los poderes excepcionales del soberano, capaz deviolentar sus propias leyes y los convenios colectivos firmados con los trabajadores si resulta necesario para preservar el orden establecido y la confianza de los acreedores. Llama la atención que la decisión de abandonar el puesto de trabajo por parte de un colectivo profesional, aunque sea en un servicio público, haya provocado una reacción tan desmesurada, con un fuerte tufo thatcherista. Muy diferente, en todo caso, de la actitud del gobierno frente a la huelga general del 29 de septiembre, jornada en la que, por cierto, los controladores trabajaron y cumplieron “servicios mínimos” (sic) del 100%. Varias explicaciones confluyen: los controladores son trabajadores con una enorme responsabilidad en un sector estratégico -el del tráfico aéreo-, su acción se ha realizado al margen del desvirtuado derecho de huelga y con la misma han puesto en entredicho las exigencias de los mercados. Así lo establece el Real Decreto 1673/2010 que declara el estado de alarma: se trata de garantizar el ejercicio del derecho a la libre circulación, derecho que el gobierno suele conculcar en el caso de los trabajadores migrantes y en las movilizaciones de protesta transnacionales. En la metrópolis productiva no hay acción más perturbadora que el corte de los flujos circulatorios, como volvieron a demostrar hace unos días los estudiantes italianos que bloquearon la autopista de Bolonia.
Los controladores aéreos son un perfecto chivo expiatorio. ¿Acaso no son unos egoístas con sueldos elevadísimos a cuenta del erario público, como afirma Aena y el ministro José Blanco? He perdido la cuenta de los insultos que se están llevando por parte de otros trabajadores. Incluso quienes critican las excepcionales medidas que ha adoptado el gobierno se ven obligados a tacharles de “impresentables” y otras lindezas. De modo más suave pero no menos ofensivo, Izquierda Unida considera “un grave e inaceptable precedente declarar el estado de alarma para resolver un conflicto social, aunque no se está de acuerdo con las reivindicaciones y los modos empleados por los controladores”. Salvador López Arnal, en un extraño artículo publicado en Rebelión, habla por esta razón de una posible “huelga de derechas” y se refiere a los controladores como un “movimiento de privilegiados“, sin vinculación con los “sindicatos de clase” (¿de todos?), que no han dado señales de “de querer pertenecer al movimiento obrero ibérico” . “No es necesario tomar partido“, apostilla. Triste manera de quitarse de encima una incómoda piedra del zapato ideológico y de ponérselo fácil al “populismo de los usuarios” del que hace gala el gobierno.
Si comenzamos una demagógica “caza de privilegiados”, podemos no terminar nunca. Cuando no es por el sueldo, lo es por la estabilidad laboral, por las prestaciones sociales, o por la nacionalidad: desde los funcionarios con empleo garantizado hasta el parado que recibe todavía un subsidio, pasando por ejecutivos, ingenieros, comerciales y profesores como López Arnal. Todas estas categorías reproducen a su vez en su interior diferencias de estatus, ingresos, subsidios, condiciones laborales que ni siquiera son estáticas. Todos son “privilegiados” con respecto a alguien. Menos con respecto al capital. La gobernanza neoliberal opera sobre ese continuo “atravesado por discontinuidades, umbrales, divisiones, segmentos que las tecnologías de seguridad permiten gobernar como un todo” (M. Lazzarato), individualizando, por un lado, y contraponiendo, por otro, unas desigualdades contra otras en una gestión de miedos y odios que puede incluir medidas policiales como las destinadas a prevenir la “radicalización”.
Por más dinero que ganen, que es calderilla comparado con lo que ingresan los treinta y siete con acceso preferente a La Moncloa, los controladores siguen siendo asalariados, altamente cualificados y, sí, aislados de otros colectivos y con una actividad sindical que se centra en la defensa de intereses profesionales o corporativos. Como tantos otros cuyo futuro pende de un hilo. Viven la misma contradicción entre el trabajo dependiente y la renta financiera que la mayoría de los trabajadores, sólo que multiplicada por equis por su elevada posición social y por las particularidades de su profesión. Pese a todo, la acción de los controladores constituye una respuesta contundente -mucho más que una huelga general- a la privatización de los aeropuertos y a la regulación unilateral de jornadas laborales y de descanso, que en la práctica supone un elevado grado de explotación que afecta a su salud y a nuestra seguridad. Quienes acusan a los controladores de carecer de “conciencia de clase” no ven inconveniente en que se esgriman argumentos tales como que en tiempo de crisis hay que apechugar como el que más o, como mucho, protestar pero de manera que no se note.
A estas horas los controladores ya han sido sometidos a la jerarquía militar, ante el aplauso o satisfacción de la mayoría. El gobierno que, cuando lo estima conveniente, no duda en apostar por el populismo de derechas que denuncia con tanta hipocresía, ha anunciado expedientes disciplinarios y despidos. De momento hemos aprendido varias cosas: dónde les duele, hasta dónde son capaces de llegar y lo dura que es la soledad.
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